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martes, 6 de febrero de 2007

"Ser extranjero", artículo de Antonio Muñoz Molina

Ser
extranjero


El extranjero es quien ignora cosas muy simples que a su alrededor sabe todo el mundo: el que desconoce la malla invisible de normas y de informaciones cotidianas que el bien asentado da tan por supuestas que no repara en ellas. Cómo se obtiene un billete de metro o de autobús, dónde hay que comprar el pan, cuánto valen exactamente cada una de las pequeñas monedas con las que uno puede encontrarse en la palma de la mano. Extranjero es el que va en un vagón del metro y no entiende las instrucciones que de pronto suenan en los altavoces, y que provocan en los demás gestos de atención o movimientos inmediatos.


Hay grados de extranjería, desde luego, como los hay de desarraigo y de pobreza. El extranjero cree a veces que tiene nociones aceptables del idioma del país al que ha llegado, y de pronto descubre que no entiende nada, que le hablan demasiado rápido, y que cuando intenta explicarse, las palabras se le enredan en la garganta o en los labios.


El extranjero puede serlo tanto que ni siquiera tenga una casa en el lugar nuevo al que ha llegado, ni documentos que lo identifiquen como una persona de existencia tan plena como cualquiera de las que le rodean.


El extranjero puede desconocer no ya el idioma en que le hablan o en el que están escritos los letreros de la calle, sino también el significado de las señales o de las luces de tráfico.


Yo he visto en Nueva York, esta ciudad tan llena de toda clase de extranjeros, a un emigrante pobre y centroamericano, probablemente llegado de una aldea de calles embarradas y sin luz eléctrica, paralizado delante de un semáforo, o queriendo cruzar una avenida lejos de las rayas blancas del paso de peatones. He visto repartidores mexicanos de comida que pedalean entre el tráfico en bicicletas sin luces: ese es uno de los trabajos que suelen dárseles a los recién llegados, a los ilegales, a los más extranjeros. Ellos conocen el grado último de la extranjería, y es que los demás miren a través de ti como si no te vieran, como si la falta de papeles te volviera invisible, o al menos no plenamente humano.


Pasan los años y uno aprende, se adapta, se sabe las normas, deja poco a poco de sentirse extranjero. Pero si tienes algo de decencia, tu corazón tiene que estar con los que todavía lo son. Porque bastaría que un infortunio cualquiera te hiciera huir a otro lado del mundo, son papeles, sin casa, sin oficio, sin nombre.


En un mundo lleno de patrias hostiles y patriotas fanáticos o directamente homicidas, mis compatriotas de verdad son los extranjeros.




Fuente: revista nº 992 de Cruz Roja (Segundo semestre 2006, página 17)


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